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La jurisdicción en la trama del robo de Curauma

  • MCI
  • 7 jul
  • 3 Min. de lectura

En el caso Curauma, el cambio arbitrario de jurisdicción no es un episodio menor: es la maniobra que permitió transformar una presunta deuda de 80 millones de pesos en el pretexto para desmantelar un proyecto estratégico, sin que ninguna autoridad moviera un dedo. Fue la primera ficha en un dominó perfectamente calculado para vaciar una sociedad con terrenos tasados en más de 500 millones de dólares.


Desde 1985, los estatutos de Curauma S.A. fijaron Valparaíso como su domicilio legal. Por ley —Código de Procedimiento Civil y Ley de Sociedades Anónimas— eso obligaba a que cualquier acción judicial, incluida la quiebra, se tramitara en los tribunales de esa ciudad. Esto no es un tecnicismo: la competencia territorial asegura el principio de juez natural, pilar del debido proceso, que impide que las causas se presenten en tribunales escogidos a conveniencia.


Sin embargo, el 23 de mayo de 2013, el abogado Julio Bustamante Jeraldo presentó en Santiago la solicitud de quiebra, sin ninguna justificación legal ni relación objetiva con la capital.


¿Por qué Santiago?


Porque era un foro más favorable para avanzar sin obstáculos: lejos de la región de Valparaíso donde el proyecto Curauma era conocido, donde la comunidad y autoridades locales habrían cuestionado inmediatamente una quiebra basada en una deuda ínfima —apenas 80 millones de pesos— frente a activos de magnitud regional.


El 29 de mayo de 2013, solo seis días después, el 2° Juzgado Civil de Santiago decretó la quiebra de Curauma S.A. Esa velocidad no es común en procesos de este tipo, y evidencia un contexto judicial extraordinariamente propicio para los intereses de los solicitantes. A partir de ahí, el proceso se volvió un carril sin frenos: se dictaron medidas cautelares que paralizaron completamente la administración de la sociedad, se dilató el proceso durante años con medidas que beneficiaron solo a los acreedores impulsores, y se organizaron remates con precios que en algunos casos llegaban a valores absurdos, por debajo de 0,2 UF/m².


Lo más grave es la omisión completa de quienes debieron actuar: ni la Superintendencia de Valores y Seguros (SVS), ni la actual Comisión para el Mercado Financiero (CMF), ni las cortes regionales corrigieron el desvío. El expediente se desarrolló en un tribunal que nunca tuvo competencia para conocer la causa, contaminando todas las resoluciones posteriores, que pasaron a ser, en la práctica, actos dictados sin jurisdicción válida. Esa pasividad institucional permitió que se consolidara un proceso que, desde el inicio, estaba viciado y dirigido a transferir el patrimonio de la sociedad a nuevos dueños.


La elección de Santiago no fue casual: representó la oportunidad de desarrollar la causa lejos de Valparaíso, sin el conocimiento de la magnitud del proyecto, sin el interés político de las autoridades regionales, y sin el seguimiento de la prensa local que podría haber desenmascarado la operación. Cambiar la jurisdicción fue el movimiento maestro: sin ese paso, la quiebra jamás habría prosperado en los términos que se ejecutó.


Este cambio arbitrario no solo vulneró la ley; demostró cuán fácilmente puede subvertirse el sistema judicial cuando se conoce la forma de manipularlo y se cuenta con la inacción de organismos que deberían fiscalizar. Cada resolución dictada por el tribunal santiaguino carecía de competencia territorial, contaminando las decisiones de nulidad de pleno derecho. Y, sin embargo, el proceso continuó como si nada, permitiendo el desmantelamiento de un proyecto de ciudad para Valparaíso y entregando sus activos a intereses privados.


Así, el cambio de jurisdicción no fue un simple error de procedimiento: fue la llave para un robo ejecutado con la fachada de la legalidad.



 
 
 

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