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El silencio como política de Estado

  • MCI
  • 10 oct
  • 3 Min. de lectura

Hay formas de corrupción que no se cometen: se consienten. No necesitan firmas ni sobres ni rastros de dinero; se ejecutan en voz baja, con sellos institucionales y miradas evasivas, en pasillos donde el poder huele a trámite y el silencio pesa más que la ley. En Chile, el caso Curauma es uno de los ejemplos más elocuentes de esa corrupción sin aspavientos, casi cortés, que se ejerce con la impunidad de quien sabe que nadie lo interpelará.


En 2013, nuestra empresa con domicilio legal en Valparaíso, Curauma S.A., fue declarada en quiebra en Santiago, en el Segundo Juzgado Civil. No era una decisión menor: se trataba de un patrimonio tasado en más de quinientos millones de dólares, uno de los proyectos urbanos más grandes del país, un trozo de territorio que pudo haber sido símbolo de desarrollo y terminó convertido en ruina procesal. Lo sorprendente —o lo previsible, según el temple con que se mire la justicia chilena— es que el expediente nunca debió haber llegado allí. Según la propia Corporación Administrativa del Poder Judicial, la famosa CAPJ, hubo "anomalías" en la asignación electrónica de la causa. Una palabra fría, casi neutra, para describir un hecho que desnuda un sistema: la justicia no eligió ese tribunal; alguien, en las sombras, lo eligió por ella.


El síndico designado liquidó los activos a favor de una aseguradora, Euroamerica Seguros de Vida, a precios muy por debajo de las tasaciones oficiales. La maniobra no habría resistido el escrutinio público si las instituciones hubiesen cumplido su deber. Pero nadie habló. La Comisión para el Mercado Financiero no investigó. La Tesorería General de la República no reclamó. La Superintendencia de Insolvencia no actuó. El Poder Judicial reconoció irregularidades, pero no instruyó sumario. Y la prensa, que alguna vez fue el espejo donde se miraba la conciencia cívica del país, prefirió bajar la vista y callar.


Esa cadena de inacciones no fue azarosa: fue sistémica. 

El silencio se volvió cómplice, la omisión una forma de política. Cada autoridad que prefirió no incomodar al poder financiero contribuyó, sin necesidad de firma ni reunión, a consolidar una expropiación judicialmente encubierta. Así se escribe, con sellos y silencio, la historia de los despojos modernos.


La omisión, cuando proviene del Estado, es más peligrosa que el delito. Porque no solo destruye la ley, sino la fe pública, ese hilo invisible que une al ciudadano con sus instituciones y que, cuando se rompe, deja en su lugar una sociedad resignada. Cuando un tribunal se elige a dedo, cuando una aseguradora recibe un patrimonio millonario sin control, cuando los medios desvían la mirada, lo que se erosiona no es solo el derecho: es la idea misma de justicia, esa ficción necesaria que sostiene la convivencia de los pueblos.


El derecho chileno castiga al funcionario que miente, pero no sabe qué hacer con el que calla. No ha sabido todavía nombrar, ni sancionar, la cobardía administrativa. No existe una figura que castigue la omisión institucional como delito de corrupción, aunque el daño que produce sea más profundo que el de una coima. Porque el silencio, a diferencia del robo, tiene buena reputación; se disfraza de prudencia, de respeto jerárquico, de sensatez política.


El caso Curauma no revela un error administrativo: desnuda un modo de funcionamiento. Un Estado que prefiere no ver para no actuar, que ha hecho del disimulo su forma más estable de gobierno. Ese "no ver" es la verdadera enfermedad moral del sistema chileno, una enfermedad sin fiebre, que no escandaliza, pero que corroe lentamente la médula de la república. No se trata ya de castigar un acto, sino de desenterrar una cultura: la cultura del silencio útil, esa que permite que una causa se desvíe, que una fortuna cambie de manos y que nadie, absolutamente nadie, asuma responsabilidad.


Chile no necesita más leyes; necesita coraje. 


 
 
 

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