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Lo predecible de lo obvio

  • MV
  • 23 jun
  • 3 Min. de lectura

La crisis que atraviesa Chile no es una sorpresa. No es fruto del azar ni de un colapso súbito. Es, por el contrario, el desenlace lógico y predecible de haber ignorado lo evidente durante décadas. Lo que hoy se presenta como una multiplicidad de crisis —judicial, política, económica, de seguridad y de legitimidad— es la consecuencia directa de una acumulación de omisiones, postergaciones y decisiones evitadas en los ámbitos fundamentales del Estado.


Durante décadas, el país sostuvo sin reformas estructurales el diseño institucional heredado del régimen militar, particularmente en lo referido al sistema judicial, el Ministerio Público y los órganos de control del Estado. Lejos de modernizarse, estos espacios se consolidaron como estructuras cerradas, jerárquicas y escasamente fiscalizadas. A pesar de múltiples señales de deterioro —fallos cuestionados, procesos opacos, conflictos de interés— no se impulsaron reformas integrales. El resultado: un sistema que, en demasiados casos, deja de aplicar el principio de igualdad ante la ley y permite que el acceso a la justicia dependa del poder del litigante, y no del mérito jurídico de su causa.


Este deterioro institucional ha sido paralelo —y en parte causa— de una crisis económica persistente. La falta de certezas regulatorias, la ineficiencia de organismos fiscalizadores, la captura de decisiones clave por intereses privados, y el descrédito generalizado de los poderes del Estado han erosionado la confianza de los inversionistas, debilitado la actividad productiva y comprometido las bases de un desarrollo sostenible. En un país donde decisiones judiciales estratégicas pueden estar influidas por lobbies o intereses no transparentes, la economía formal opera en condiciones de inseguridad jurídica. A ello se suma un Estado que gasta mal y en demasía, recauda de manera regresiva y no logra traducir el crecimiento en cohesión social.


La política pública ha optado por el inmovilismo. Las reformas necesarias en salud, pensiones, educación, vivienda, productividad y financiamiento del desarrollo han sido parciales, reactivas o bloqueadas por intereses corporativos. Se privilegió la contención sobre la transformación, la administración de la desigualdad sobre su corrección. La estabilidad fue confundida con pasividad, y la gobernabilidad con la perpetuación del status quo.


En este contexto, la seguridad pública se ha deteriorado de forma sostenida. Las respuestas legislativas han sido fragmentarias, centradas en aumentar penas o militarizar funciones, sin abordar el fondo del problema: la desarticulación del Estado en los territorios, la obsolescencia de los sistemas de inteligencia y ciberseguridad, y la falta de control efectivo sobre instituciones policiales en crisis. El crimen organizado ha avanzado donde el Estado se ha replegado o ha fallado en construir legitimidad.


El sistema judicial, por su parte, representa con particular nitidez el fracaso institucional. En Chile se han tramitado quiebras con activos de alto valor económico sin la debida fiscalización; se han aceptado valoraciones irrisorias de bienes estratégicos; se han producido actuaciones jurídicas cuestionables sin reacción institucional proporcional; y órganos que debiesen defender el interés público han optado por la ignominiosa omisión y el silencio. No se trata de errores individuales, sino de señales de una falla sistémica. Y lo más preocupante es que esta disfunción era evidente. Se vio venir. Se denunció. Pero no se corrigió.


La ciudadanía ha respondido con lo único que le queda: desafección. La confianza en las instituciones se ha desplomado, la participación política ha oscilado entre el voto obligatorio y el desencanto, y la noción de justicia se ha vuelto, para muchos, una ilusión inaccesible. La institucionalidad se vacía cuando deja de operar con legitimidad, y el mercado se retrae cuando esa legitimidad no ofrece garantías mínimas de equidad, estabilidad y legalidad.


Lo más grave no es la crisis misma, sino que era predecible. Lo obvio fue ignorado. Las señales estaban ahí: un sistema judicial capturado, una economía estancada, un Estado sin rumbo, una política sin proyecto. Y, aun así, se eligió no actuar. Se prefirió administrar la decadencia antes que confrontar sus causas.


Chile necesita mucho más que ajustes técnicos. Necesita una refundación institucional seria, legítima y eficiente. Y la necesita con urgencia. 


Junio 2025



 
 
 

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