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Génesis corrupto

  • MV
  • 24 ene
  • 3 Min. de lectura

La justicia se construye en su base, en ese delicado equilibrio donde se define la jurisdicción, se asigna el tribunal y se trazan las coordenadas que han de regir el proceso. Pero, ¿qué ocurre cuando esas bases son manipuladas? ¿Qué pasa cuando el sistema es torcido para que un caso recaiga en el tribunal que más conviene a ciertos intereses? Este acto inicial, un génesis corrupto, no solo contamina el proceso, sino que subyuga uno de los fundamentos esenciales del Estado de derecho: la certidumbre que permite confiar en que las reglas son claras, predecibles y aplicadas sin distorsión.


En su esencia, este tipo de corrupción no requiere grandes gestos ni actos explícitos. A menudo, basta con un desajuste deliberado, con una alteración en los engranajes iniciales del sistema. Cuando no existen reglas claras y automáticas, los espacios para la discrecionalidad no solo proliferan, sino que pervierten el sistema, transformando lo que debería ser un arbitraje imparcial en un juego de estrategias. Así, lo que para algunos podría parecer una simple decisión administrativa, como la asignación jurisdiccional, se convierte en una herramienta que inclina la balanza antes de que el juicio siquiera comience. El daño no se limita al caso concreto; socava la confianza colectiva, un recurso intangible pero esencial para la estabilidad institucional.


El sistema judicial, al igual que un mercado, depende de la percepción de sus participantes sobre su equidad y transparencia. Si las decisiones iniciales son percibidas como manipuladas o discrecionales, las instituciones pierden legitimidad y el costo social se vuelve insostenible. No basta con que los procesos sean técnicamente correctos; deben nacer de una raíz limpia, de reglas que no dejen espacio para interpretaciones estratégicas ni dudas razonables. De lo contrario, el sistema se convierte en un espacio donde las decisiones no son una búsqueda de la verdad, sino un resultado condicionado por la posición de poder de quienes tienen los medios para influir en él.


El impacto trasciende lo técnico. La ausencia de reglas claras no solo destruye la igualdad ante la ley, sino que fomenta un sistema de impunidad estructural, donde las normas no operan como un pacto común, sino como herramientas al servicio de los intereses más fuertes. Las encuestas ya revelan que la ciudadanía ha formado un juicio pesimista respecto a la integridad del sistema judicial. Este escepticismo no surge en el vacío: es el resultado de una percepción acumulada, donde las reglas son vistas como maleables y los procesos, como arenas en las que los más débiles siempre pierden.


Sin embargo, el problema no puede quedar en el ámbito del rumor social. Las universidades, los medios, los centros de análisis y las organizaciones gremiales tienen un papel crucial: desentrañar estas dinámicas, generar luz donde persisten las sombras y alimentar un debate público que vaya más allá de los síntomas para atacar las causas. El silencio o la pasividad de estas instituciones no son neutros; terminan siendo cómplices de un sistema que necesita ser reformado desde sus raíces.


El remedio está en lo que parece sencillo, pero en realidad es extraordinario: reglas claras, estrictas, objetivas. Un sistema que no permita que los procesos se decidan en la sombra, donde las asignaciones jurisdiccionales y decisiones iniciales sean tan automáticas como inalterables. Pero más allá de las normas, está el imperativo de sancionar con severidad cualquier intento de manipulación. No es solo un acto simbólico; es una señal de que no todo puede comprarse, de que la justicia tiene un límite inquebrantable.


Un génesis corrupto no solo destruye un caso; desmorona la confianza en las instituciones que sostienen el pacto social. Una justicia que nace torcida no tiene redención, porque su legitimidad ya está irremediablemente comprometida. Y es esa legitimidad, más que cualquier otra cosa, lo que separa un sistema que protege derechos de uno que los negocia.



 
 
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