“No te toco, no me tocas”.
- MV
- 16 ene
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En Chile, un acuerdo tácito y no declarado entre las élites políticas, económicas y judiciales ha moldeado las dinámicas del poder durante décadas. Este pacto, resumido en la frase “no te toco, no me tocas”, opera como un mecanismo de autoprotección que garantiza la estabilidad de privilegios para quienes lo suscriben. Cada sector evita intervenir en los intereses del otro, estableciendo una lógica de inmunidad cruzada que, aunque preserva la continuidad del statu quo, ha erosionado profundamente el tejido social del país y debilitado la confianza ciudadana en las instituciones y los principios básicos de justicia.
El origen contemporáneo de este pacto puede rastrearse a la transición democrática de los años 90, cuando la estabilidad política se priorizó por encima de una transformación profunda. Los acuerdos de aquel período, tanto formales como informales, buscaron evitar conflictos abiertos entre los actores dominantes, consolidando un sistema de arreglos que con el tiempo se ha institucionalizado. Lo que comenzó como una estrategia transitoria para preservar el orden se convirtió en una estructura rígida que perpetúa desigualdades y excluye reformas sustanciales.
El acuerdo tácito se sustenta en cuatro ejes fundamentales que consolidan su influencia y bloquean cualquier impulso de cambio:
1. Política. Las fiscalizaciones y denuncias son selectivas y estratégicas. Los actores políticos evitan investigar posibles actos de corrupción de sus pares para no comprometerse mutuamente. Este comportamiento fomenta una cultura de inmunidad cruzada, donde la transparencia y la rendición de cuentas son sacrificadas en favor de la autopreservación.
2. Economía. Los grandes conglomerados empresariales optan por repartirse mercados y evitar conflictos públicos en lugar de competir abiertamente. Este comportamiento anticompetitivo no solo perpetúa las desigualdades económicas, sino que también fortalece un sistema en el que los intereses corporativos están blindados frente al escrutinio público.
3. Justicia. El sistema judicial chileno, pese a proclamarse independiente, está gravemente comprometido por la manipulación en la distribución de causas (forum shopping), una práctica que expone su absoluta vulnerabilidad. Operadores y abogados redirigen deliberadamente los casos hacia tribunales predispuestos, garantizando fallos diseñados para favorecer a las élites. Este mecanismo no solo corrompe la imparcialidad judicial, sino que constituye el pilar fundamental del pacto de autoprotección, permitiendo transferencias colosales de riqueza y poder que consolidan la desigualdad y deslegitiman por completo la justicia ante los ojos de la ciudadanía.
4. Instituciones de fe pública. Organismos como notarías, conservadores de bienes raíces y entes reguladores, cuya misión es garantizar transparencia y legalidad, frecuentemente caen en prácticas opacas y burocráticas. Estas instituciones, lejos de proteger el interés público, facilitan transacciones cuestionables y legitiman irregularidades, convirtiéndose en cómplices del sistema de privilegios.
Pero la ciudadanía es plenamente consciente de esta dinámica. Encuestas recientes, como la del Centro de Estudios Públicos (CEP) de octubre de 2024, el Estudio OCDE de noviembre y la Encuesta Descifra de La Tercera, reflejan un rechazo masivo hacia las instituciones públicas. Solo el 25 % de los chilenos confía en el Poder Judicial, mientras que la percepción de corrupción y colusión entre las élites es generalizada.
Sin embargo, pese a esta realidad evidente, las élites mantienen un silencio absoluto, actuando como si el problema no existiera. Este mutismo no es casual; es una estrategia deliberada diseñada para preservar el pacto y evitar que la opinión pública exija transformaciones estructurales.
Romper este círculo vicioso no es fácil, pero es imperativo, urgente y debe comenzar ahora. Una ciudadanía activa, una prensa independiente y un poder judicial verdaderamente autónomo son esenciales para desmantelar este sistema de privilegios. Se necesitan reformas profundas que promuevan la transparencia, la competencia leal y la rendición de cuentas, incluso si ello incomoda a los sectores más poderosos. Pero surge una pregunta inevitable: ¿quién lidera el cambio?