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Cuando la justicia concede, la república muere.

  • MV
  • 17 feb
  • 2 Min. de lectura

Los Padres Fundadores de Estados Unidos entendieron que un poder judicial corrupto no solo desmoronaría la república, sino que la convertiría en un teatro donde la ley se usa para proteger a los poderosos y castigar a los débiles. Sabían que sin controles efectivos, los jueces podrían transformarse en legisladores encubiertos, aplicando la justicia según sus propios intereses o los de quienes supieran influenciarlos.


Alexander Hamilton defendió en el "Federalista N° 78" la independencia judicial como un pilar esencial de la república, pero advirtió sobre el riesgo de jueces inamovibles y sin controles. Para evitarlo, la Constitución incluyó el "impeachment" como mecanismo de destitución, aunque hoy es una herramienta inerte. Thomas Jefferson, más radical, llegó a decir que un tribunal sin supervisión se convertiría en un "despotismo de toga", gobernando sin restricciones bajo el disfraz de legalidad.


La historia confirmó sus peores temores. En 1804, el juez Samuel Chase fue sometido a juicio político por parcialidad en sus fallos, lo que evidenció que la corrupción no era una hipótesis, sino una realidad latente. James Madison, en el "Federalista N° 10", había advertido que las facciones y los intereses privados podrían capturar cualquier rama del Estado, incluida la judicatura, con consecuencias devastadoras para la democracia.


Hoy, esas advertencias no sólo siguen vigentes, sino que se han convertido en realidad en numerosas democracias. En tribunales donde la justicia debería ser ciega, los jueces miran hacia donde les conviene. Los casos avanzan o se dilatan según la influencia del acusado. Los delitos de cuello blanco se disuelven en tecnicismos legales, mientras que los ciudadanos comunes enfrentan todo el peso de un sistema diseñado para protegerse a sí mismo.


La crisis no es sólo ética, sino estructural. El juicio político a jueces corruptos es casi inexistente. La rendición de cuentas es un espejismo y la confianza ciudadana en la justicia está en su punto más bajo. En un mundo donde el poder judicial se vende al mejor postor, el Estado de derecho es una farsa y la democracia, una fachada para el ejercicio impune del poder.


Los Padres Fundadores diseñaron un sistema para evitar este colapso, pero incluso el mejor diseño institucional fracasa cuando falta voluntad para aplicarlo. Sin castigos ejemplares, sin jueces que teman la corrupción más que la presión política, el poder judicial seguirá siendo lo que Jefferson temía: un gobierno de élites disfrazado de imparcialidad.


 
 
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